sábado, 20 de abril de 2019

El último baile

Mientras suena la música y todas las personas se encuentran envueltas en ella, Sofía observa al fornido joven pálido que la devora con ojos lujuriosos.
Su palidez no es normal, ella lo sabe, lo siente y cree. ¿Pero qué podría hacer para evitarlo, para que ya no la mire más?
Ella no lo sabe, busca los brazos de su prometido, pero él dormido se encuentra. Apoya su cabeza contra la firme columna de dorito, la cual adorna el bello palacio real.
Espejos a por montones reflejan la esencia de los invitados, miles almas son atrapadas dentro del cristal reflejándose por completo en la sala.

El joven pálido bebé una especie rara de vino, espeso por demás, con un tono granate jamás visto. Su dentadura al igual que su piel, relucen ante las velas de los candelabros. Su cabello azabache, pulcramente peinado de costado, sólo deja ver la fiereza de su ojo derecho color avellana. Vestido con un atuendo rojo escarlata, con pequeños motivos blancos, degusta una manzana con la mirada perdida. Daría la impresión que, nada existe para él más que Sofía, se puede sentir la tensión generada cuando sus miradas se cruzan. El tiempo parece detenerse, todo va lentamente sucediendo, y ella petrificada busca correr, pero no consigue hacerlo. Siente estar encantada, bajo el efecto de un hechizo sumamente poderoso, pero no logra saber qué o quién la atrapó. Lo único que puede ver es la cara del joven pálido acercándose hasta ella. Mientras  él baila al son de las melodías escupidas por los intérpretes contratados, Sofía siente terror, pavor y placer. Desea al joven, lo desea con lujuria. Anhela sentir su tierna y calidad mano recorrer su sexo, con movimientos lentos y suaves. Quiere probar la tibieza de su boca, chocar su lengua contra la él y saborear su semen.
Sofía cierra los ojos lentamente, lo hace en el momento exacto en el que, el joven pálido, está a sólo unos cuantos pocos pasos de ella. Una brisa primaveral recorre su cuerpo por completo, huele el aroma de las rosas nacidas, Jazmines, Halfetis y Amapolas… oye gritos, gente blasfemando con furia, pero siente todo aquello lejano. De lo único que está segura, es de la seguridad sentida cuando el joven pálido sin nombre, beso su cuello y lo mordió. Pequeñas explosiones de éxtasis sexuales la invadieron. Su sexo húmedo cómo se encontraba, fue bien correspondido por una mano fría y tierna. Los vellos de su cuerpo se erizaron al contacto del joven. El par de pezones rojos, como el cabello que posee, ardía en deseos de ser succionado, pero él, sabedor de ello, rondó por allí con su mano izquierda, apretando con suavidad, dando vueltas en círculos con cuidado. Sofía pegada contra la entrepierna del pálido amante nocturno, deslizó sus manos en búsqueda del aparato vigoroso y febril del pálido joven. Pero éste, al notar sus intenciones le ordenó que desistiera. Esa noche el placer sería únicamente por y para ella. Sofía anhelaba sentirlo dentro de su cuerpo, entrando y saliendo con suavidad, para luego ir subiendo la intensidad. Su lado salvaje estaba ganando la batalla. Podía sentir que sus pupilas ya no existían, que sus otrora ojos azules, ahora eran simplemente un abismo oscuro y trémulo. El joven sin nombre, hundió su boca en el cuello, con lujuria empezó por mover su lengua de un lado a otro, con pequeñas variaciones en círculos. Sofía estaba perdida entre el placer y la lujuria, alzando sus manos rodeó el cuello del emisario nocturno, su amante primaveral. Una nueva oleada de placer la invadió cuando él empezó a mover sus dedos con mayor velocidad en su sexo, al hundir en su cuello los dientes. Sofía gemía de placer, de miedo… estrujó el pecho desnudo de Sofía y apretó con fuerza el pezón erecto. Ella no logró reprimir el orgasmo producido, todo su cuerpo sucumbió al embate, los dedos de los pies apoyados en la fina hierba consiguieron rasgar gran parte de ella. Apretó su cuerpo contra él, sus nalgas apoyadas en su pene, fueron deseándolo… quería ser invadida, desgarrada por dentro. Él gruñía como un animal en su oreja, labio con desenfreno los aretes de oro que ella portaba. Lejos de calmarse, de sentir que ya no podía continuar, Sofía destruyó el vestido regalado por sus suegros. Amó con todo su ser a quien fuera su marido, pero aquella noche, en la que el baile fue suplantado por la lujuria en cuerpo, Frederick dejó de existir. Abandonó por completo su cabeza y corazón. Allí sólo había espacio para el misterioso joven pálido, quería morir y vivir en él.

Con el vestido destrozado y los pechos al aire, Sofía buscó nuevamente ser penetrada por el amante nocturno, él lejos de oponerse, guío la mano de ella hacía el lugar exacto. Gimiendo extasiada al sentir la dureza del pene entrar en ella, Sofía se mordía los labios con demasiada fuerza. Su respiración se entrecortaba, su cuerpo sufría espasmos de placer al ser acometida por el joven pálido, sentía en esos momentos no ser dueña de su ser. Estaba sometida a las órdenes y deseos de él. Mantenía los ojos cerrados, saboreando el momento, los instantes únicos y jamás vívidos. Deseaba que el mundo acabará en ese preciso lugar…

El astro rey comenzó a nacer, dando con ella vida a un nuevo día. Su amante nocturno, el joven pálido, arremetió con mayor velocidad, hundiéndose dentro de ella hasta casi atravesarla de lado a lado. Sofía ya no lograba mantenerse en pie, sus piernas habían abandonado cualquier tipo de fuerza que, en antaño, hubieran tenido. Rendida y casi sin fuerzas, intentó seguirle el ritmo, pero él parecía ir demasiado rápido, como si el mundo desapareciera con un nuevo amanecer. Los pájaros colgados del gran sauce que fue su cama, cantaban con emoción el nacimiento del día nuevo. Sofía estaba perdiendo la consciencia, pero recobró el juicio cuando un líquido espeso, gelatinoso y frío tocó sus entrañas… rendidos ambos, cayeron al suelo. La hierba y la tierra mojados con el rocío del día, fueron un alivio. Las piernas de ella no respondían, entumecidas luego de la faena acontecida, buscaban reposar un largo tiempo. Ella buscó con la mirada al joven pálido y una sensación de horror se apoderó por completo de su ser… parado con la vista hacia el horizonte, el joven miraba sin ver, hablaba sin articular palabra alguna la coronilla del sol. Un tufo a descomposición se sintió en el ambiente, el cálido olor a las rosas que envolvieron el lugar había desaparecido, como todo lo que ella creyó. Sofía estaba en la entrada de un mausoleo, a las afueras del pueblo en el que residía. Lo que fuera el gran sauce, sólo fue un pilar de concreto devastado con el tiempo. Los pájaros que cantaron con emoción, no eran más que una bandada de cuervos negros, con ojos maliciosos. Graznaron en su dirección y levantaron vuelo hacia donde ella se encontraba. La luz que emergío del horizonte ya no existía, sólo la negrura de los cuervos yendo a por ella. Buscó levantarse del frío suelo de concreto, pero no consiguió hacerlo, sus pies estaban hechos trizas, los dedos pequeños y pulcramente cuidados, estaban a carne viva. Sofía podía sentir la muerte rondando el lugar. En su desesperación, reunió lo poco que tuviera de fuerzas, y gateó hasta la entrada del mausoleo, donde la oscuridad era ama y señora. Entró por muy pocos, no sin antes llevarse como recordatorio sendos picotazos en los pechos y la nuca. Todo su cuerpo le ardía, sentía arder por completo, en cuero y alma. Alguien con mucha fuerza cerró la gran puerta de hierro del mausoleo, Sofía no pudo ver quién pudo ser, pero entonces recordó el aspecto del amante nocturno. Con sus grandes brazos fornidos, no hubiera sido problema cerrarla. La oscuridad comenzó por envolverla, asustada como se encontraba aguantó la respiración, pero no fue por mucho. Alguien silbaba entonando la última pieza del baile. Era un silbido que penetraba cuerpo y alma con sólo escucharlo. Quiso seguir la música entonada, pero la acústica del lugar la desconcertó. Rendida y aguardando el fin o lo que fuera, se apoyó contra lo que pensó que era una pared… De allí emergió una huesuda mano que reconoció al instante, el joven pálido y fornido, su amante nocturno la estaba estrangulando. Lo supo al sentir las joyas que adornaban el dedo mayor, aquél metal frío había acariciado su sexo hacia muy poco… Sofía pensó en su último baile, en la mañana previa, en la tarde que experimentó junto a Frederick, luego ya no existió nada más, salvó 30 pares de ojos rojos y amarillos que la miraban desde la oscuridad, cuando ella abandonaba por siempre la vida terrenal.

Autor: David E. Martínez.

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